Dentro de unos días se inicia la llamada «desescalada». Supone la relajación de las restricciones del estado de alarma y se amplían las posibilidades de movimiento. El debate está en de qué forma combinar la actividad económica con la salud pública. En mitad de un tira y afloja político bastante vergonzante, parece sensato que sean criterios técnicos, indicadores concretos los que, valorados por personas expertas, puedan orientar la toma de decisiones.
Y sobre ello llevo unos días dándole vueltas. El papel que tomamos y deberíamos tener en la toma de decisiones. Es evidente que el mundo al que nos incorporaremos es diferente al que teníamos antes del confinamiento. Eso que dejamos atrás adolecía de mecanismos de participación directa de las personas en la toma de decisiones de los asuntos que les afectaban, pero ¿y ahora? Teniendo en cuenta que debemos salir con el esfuerzo del conjunto de la sociedad, me pregunto.
¿Tendrán las administraciones la sensibilidad de incluir formas de diálogo con todos los sectores sociales? ¿Es posible sumar al conocimiento experto cómo las personas viven cada situación? ¿Se producirán consultas diversas antes de cada decisión? ¿Tendrán las organizaciones sociales mecanismos internos para no estar continuamente a merced del dictado tecnocrático? ¿Será posible la creación de diálogos en los movimientos sociales más allá de los interesantísimos debates? ¿Tendrán los sindicatos la fuerza para hacer valer el valor de la clase trabajadora tal y como demuestran los actuales acontecimientos? ¿Se comprometerán los medios de comunicación con la información veraz como derecho básico frente a propaganda, dando voz a las diferentes sensibilidades sociales? ¿Incorporará el sistema educativo las voces del conjunto de la comunidad educativa?
Más allá del consecuente blindaje de lo público, como bien se está defendiendo en la campaña #PintoUnCorazónVerde ¿podemos ser una sociedad madura? ¿Será la participación sacrificada «por nuestro bien»? ¿Y la participación? ¿Dónde quedará la participación?